lunes, 9 de abril de 2007

Olía a sal.

24-mar-07 Ojkr.-

A menudo, una brisa arrastra consigo fragancias que nos transportan a otro tiempo o lugar. A menudo, olvidamos cosas que nunca íbamos a olvidar, pero que el tiempo borra con detenimiento y eficacia…pero hay otras veces, que un recuerdo completo, surge a raíz de un olor espontáneo.

Iba solo, como casi siempre a los 10 años. Recorría un amplio territorio que abarcaba más de dos pueblos, como los grandes felinos, que deambulan por sus extensiones sintiéndose los amos. Y así era como yo me sentía, cada vez que me embarcaba en mis aventuras privadas. Resultaba tan excitante alejarme cada vez más, que incluso a veces, tenía que regresar antes de olvidar los puntos de referencia a través de bosques y caminos sin explorar… ya regresaría al día siguiente. Y así era, volvía una y otra vez conociendo los bosques, caminos y atajos. Tampoco dejaba al azar el encuentro fortuito de algún peligro, aunque a esa edad, el desconocimiento resulta ser el mayor de todos los peligros. Indagaba cerca de acantilados, agujeros o cualquier tipo de obstáculo, con el afán de llevar a mis amigos sin el temor a alejarse de los sitios permitidos. Así, despejaba senderos de animales más pequeños, adaptándolos a mi tamaño a base de andar una vez tras otra por el mismo recorrido.

Por fin, y casi siempre acompañado de mi perro, daba por terminado los senderos. Ya sólo faltaba convencer a los demás niños, de la aventura de explorar. Era sencillo. Y de esta manera, en fila de a uno, nos encaminábamos hacia lo desconocido.
Primero, con el miedo que sus ojos reflejaban. Luego, con la valentía que otorga el conocimiento del territorio. Y sobre todo, conocer el camino de vuelta, que también ayuda.
De cualquier modo, mi afán de aventuras, siempre me dejaba sólo ante el siguiente recodo.
A base de castigos, los padres conseguían que los otros niños respetasen las zonas de juego y se ciñeran a ellas. Todos menos yo, que no se me pasaba por la cabeza compartir estas aventuras con mis progenitores, evitando así las restricciones cuando tenían que ausentarse por trabajo. Con la excusa de sacar de paseo a nuestro perro, hice muchos kilómetros por aquellos bosques y acantilados.

Aquel día, iba a ser especial, de esos que nunca se le olvidan a un niño.
Olía a sal. Pero a sal mojada. Era un aroma lejano aunque persistente. De esos perfumes que, desde el primer momento, se quedan a vivir en la memoria para siempre. Un olor que abarca todos los olores de la orilla del mar. Algas, conchas, arena y olas rompiendo en la orilla.
Ese día, mis pies me llevaron sin querer hasta el borde del mar. Crucé el pinar esquivando el olor a resina de los pinos, buscando el salitre que guiaba a mi pituitaria. Y allí, al final de la playa, en el pequeño embarcadero que se adentraba en el mar, estaban sus pequeños pies acariciando la superficie del agua según iba y venía el oleaje. Con sus blanquecinas piernas, colgando desde las rodillas, permanecía sentada y quieta mirando a lo lejos, donde no hay nada. Ese roce entre pies y mar, sutil, inconsciente…levantó un perfume digno de ser entendido por los mejores perfumistas, y de ahí, me estuve alimentando en mi acercamiento a aquel lugar. Único.

El pelo negro en forma de pequeña melena, contrastaba totalmente con la piel suave y blanca, como si nunca el verano hubiera visitado aquel pequeño cuerpo.
Para mí, el mundo se detuvo por siempre jamás. Un pitido en mis oídos y aquel corazón que pretendía salir de mi pecho, indicaban una sensación tan desconocida como desconcertante. Sin duda me estaba muriendo, no podía ser otra cosa. Además, las olas, dejaron de sonar y todo se nublaba ante mis ojos. ¿Qué iba a ser sino la muerte?

De pronto, un grito me sacó de mi camino hacia el otro mundo… Inés…Inés, vociferaba un hombre que, con cara de padre, desde la orilla reclamaba a mi pequeña sirena del final del embarcadero. Recuperé la visión, desapareció el pitido en mis oídos y el mar se puso de nuevo en funcionamiento. ¡Increíble! La medicina que me salvó de la muerte tenía el nombre de Inés. Esa fue la conmoción más grande que en mi corta vida había sufrido.
¿Qué estaba ocurriendo?

Pasaron varias horas hasta que me percaté de que tenía las piernas entumecidas por el frío de la marea que me lamía los pies. Los pantalones empapados, servirían a mis padres, ya en casa, para un merecido castigo por acercarme al mar cuando ellos no estaban. Si supieran…

Fue un largo fin de semana sin poder salir a la calle, excepto para arrojar la bolsa de basura al contenedor el sábado, menuda excursión. Ni siquiera el perro me sirvió para escamotear el castigo. Por supuesto mi padre, implacable, no cedió en su particular manera de educarme.
Si me hubiera levantado la pena ese mismo día, también hubiese aprendido la lección. Pero lo que provocó fue otra cosa. La distancia emocional resultó ser, a partir de ese momento, lo que tendría en común con mi padre. Hay que tener cuidado con el rencor infinito de los niños. Hay veces que dura para siempre.

Lo peor vendría a partir de ese mismo lunes, ya al final del colegio y sin nada que hacer por las tardes debido a la jornada intensiva.
El aburrimiento se hizo conmigo y el pequeño embarcadero se convirtió en mi mejor aventura. Allí pasaba horas y días sin acordarme apenas de los senderos que aguardaban mi regreso. Esperaba que algún milagro hiciese aparecer a mi efímera sirena, sentada en el borde de madera, con sus piernas tijereteando sobre las olas.
Pero la semana se hizo eterna.
Al tiempo que dejé de creer en la magia, perdí el vínculo que me unía a mi familia. Total, porque no se percataron de mi tristeza infinita. Nadie dijo nada. Ni siquiera yo, con 10 años, sabía llorar como se debería en esa situación… pero es que ni siquiera sabía qué situación era esa. Tan sólo me faltaba algo que nunca tuve, por lo que el hecho de echar de menos algo inexistente, me preocupaba aún más. Es ridículo. A esa edad…

Pasaron minutos, horas, y días completos… no se. Pero sin mediar aviso alguno, sin estar preparado ni esperarlo, volví a encontrar por las calles de mi pequeño pueblo su preciosa cara: blanca y enmarcada en una melena oscura y profundamente negra.
Tan sólo pude recuperar cierta confianza en la magia, porque dos fornidos padres (padre y madre) flanqueaban tan bello contraste en blanco y negro. Si no, el milagro hubiese sido completo. Escapé con un movimiento de cuello seco y conciso…volviendo la cara. Yo creo que se tuvo que dar cuenta del color rojo de mi cara, como un tomate, por ni haber mirado siquiera sus ojos. No se si llegamos a cruzar las miradas…

Olía a sal, de hecho, ese verano fue el olor que guió mi reconversión a la realidad de los 10 años.
En un pueblo con playa y servicios para el turismo, me encontré por primera vez, inmerso en un enorme dilema. Yo era el nuevo y tenía mis amigos de barrio. Pero de pronto, acaba el colegio, y aparece un mundo nuevo en forma de veraneantes con familias mucho más que completas. Pero algo ocurría en esas circunstancias… llegaba un periodo de guerra infantil.
Yo, me había hecho amigo de los nuevos habitantes aparte de la monotonía extinta e invernal, pero mis amigos de lluvia, invierno y centro escolar, se mostraban extrañamente recelosos conmigo.
Y era envidia, ahora lo se, pero entonces, fue todo un problema. No es sencillo pasar un invierno en un sitio tan “escueto”, sin la compañía de los de tu edad. Sin embargo, se me planteaba un enorme dilema, al tener que elegir entre los de siempre, o los esporádicos visitantes estivales.
Y… ¡jooder!, Inés estaba entre los que sólo veíamos un mes al año.

¿Qué haces en una situación así? Pues mandar a un mal sitio a los de siempre, guiado por un instinto nuevo y comparable a aventuras serpenteantes de atajos y peligros. Con sus peligros y sus cosas. ¡Qué menos!

Lo que peor llevaba, eran las guerras a pedradas en el barranco. Había un bando arriba y otro abajo. Los primeros en llegar se hacían con la cima, y los segundos…se llevaban no pocas pedradas. Nosotros, los de todo el año, siempre llegábamos primero y nos quedábamos con la cima del barranco. Pero los “pijos veraniegos”, tenían un horario disciplinar elaborado por sus boyantes padres que, lo único que lograban aparte de la obediencia filial y que llegasen siempre tarde a la cita, eran interminables viajes cada fin de semana a un centro de salud para que cosieran la boca de algún Borja Mari de turno. Imaginar la escena: un montón de chavales de unos 10 años en la cima de un terraplén, y otro puñado abajo, llevándose dos correctivos: uno por las piedras que les causaban verdaderas fracturas, y otro por el efecto que la gravedad ejercía sobre estas… una auténtica masacre.

Pero claro, ahí estaba yo, que conocía a casi todos e intentaba llevarme bien con cada uno de ellos. Al principio, sólo te insultan en voz alta, pero en poco tiempo, acababas corriendo barranco abajo empujado por tus “amigos”, para reunirte con tus nuevos compañeros de verano.
- ¡Traidor! Corre a jugar al frontón con estos niñatos… -Gritan mientras te echan-
Y claro, ¿qué podía hacer si mis “amigos” me mandan semejante misión? Pues entrenar duro y conseguir que mis padres me compraran una raqueta que no desmereciese el aluminio de los bastidores en las otras raquetas que se opondrían a mi, en breve.
Sólo arañé una mediocre herramienta para defenderme en esto del tenis. Eso si, mi raqueta fue traída por los mismísimos Reyes de Oriente aunque con dos años de retraso (eso de ir en camello no es eficaz para llegar al destino). Lo malo es que era Navidad y hasta el verano faltaba un rato que se prolongaría varios meses.

Inés era el nombre de la medicina y yo, no pensaba en irme a otro sitio a vivir que no estuviera cerca de aquel embarcadero. A no ser que nos mudásemos otra vez a otra ciudad o pueblo.
Así que me dediqué a reconducir mi frustración en machacar al frontón a todos aquellos pijos prepotentes que veían en mi, un claro ejemplo de…la otra clase social. A mi no me molestaban demasiado sus burlas, porque la verdad, tampoco lo entendía del todo. Y menos mal.
Mientras… mis otros amigos del resto del año, vigilaban y analizaban nuestra divina rutina, desde los escondites que yo mismo ayudé a construir en árboles, zanjas, o ángulos muertos de recodos inventados. Era sencillo verles observarnos, sobre todo cuando movían sin querer las ramas que los emboscaban. ¡Ilusos!. Como si no les viera nadie.
A mí, lo único que me preocupaba, era que no se dieran cuenta de que babear es humano, más aun si eres un niño de esa edad.


Continuará… espero. Pero hasta aquí, se admiten críticas. Por favor… sed implacables.

Gracias. Ojkr.-